No se trata de un juego |
Maillot Amarillo, Granada, 2004 (2ª ed.) |
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UN HOMBRE MIRA A OTRO EN LA VENTANA
Un hombre mira a otro en la ventana; a otro hombre sentado junto a otra ventana silenciosa, su mirada en la página y el aire solemne con que lee ahora una línea buscando un sol de invierno, unos caballos galopando en la nieve, una mujer hermosa e imposible y fugitiva, la caricia del viento y la costumbre o la detonación, el grito, el breve latido en que la sangre se demora suspendida y a punto, y ahora sí, el temblor de la piedra sumergida, el aliento que vibra y se desboca, la ciudad que aparece en la distancia.
Un hombre mira a otro en la ventana. Escribe unas palabras. No sospecha —más allá de la sangre y los caballos y el viento y la mujer y aquel latido— que los trazos que araña en el papel son los versos que el otro lee ahora.
AL OTRO LADO
Te digo que esta vez lo digo en serio. No consigo dormir, me asusta el tiempo que tengo que pasar sin ver tu risa liviana apoderarse de la casa. Noche tras noche vienes y me dejas más sólo que la luna. Ese recuerdo me basta para hacer un melodrama del día que me espera, sin un beso que llevarme a la boca. Mi mujer no sospecha de ti; sólo pregunta de dónde ese aire huérfano, esa leve sonrisa que me vuelve transparente me llegan y hacia dónde me conducen. Ya no voy a fingir. Hoy es el día. Esta noche nos vemos para siempre. Cruzaré en un descuido la pantalla. Me quedaré contigo al otro lado.
TENÍA QUE ENCONTRARLE EN UN POEMA
Salió de no sé dónde. Iba descalzo, con la cara tiznada como entonces, el aire de un pirata diminuto, la sonrisa torcida y en los ojos intacta la malicia. Pudo reconocerme a pesar de las grietas en mi cara, a pesar de mi aspecto improcedente, de mi disfraz de adulto, mi voz grave. «¿Dónde estabas? —me dijo—. Este verano te echábamos de menos. Junto al río he encontrado los restos de un naufragio. Ven a cavar conmigo. En la otra orilla nos vigilan jinetes emboscados.» Tuve que convencerle de que no, que sólo estaba allí por un azar. —¿Cómo iba a irme con él con esta facha, con este cuerpo enorme y perezoso?—. Allí nos despedimos, no sin antes enviarle recuerdos para todos. Lo dejé en su verano inagotable.
AL FONDO DE LA ESCENA
He cruzado el umbral. Estoy en casa. Después del frío, el viento y los veranos he venido. Saludo a los objetos con un suspiro grave y respetuoso. La sala decorada con flores que parecen desplomarse carnívoras sobre los comensales. He ocupado mi silla. Alguien comenta el precio escaso de la vida humana en un país remoto y las noticias dejan caer promesas de un futuro que merezca la pena. La mujer me sirve una sonrisa. El hombre habla con ella como quien acaricia un sueño que se hiciera cotidiano. Bajo el mantel los niños se pelean. La sal. El pan. La mesa como siempre: cada cual en su sitio, absorto en la tarea de ser el personaje que la trama dispone. Así, ya ves, somos felices. Ignoramos que un día la ausencia de la madre, esa silla vacía, inconcebible, hará que el niño aquél —al fondo de la escena— escriba estas palabras.
LA TRISTEZA SE LLAMA SINSENTIDO
La tristeza se llama sinsentido, se llama no sé adónde conduce esta escalera interminable, se llama ya no hay llave, quizá no la hubo nunca, se llama llega tarde, se acaban de agotar todos los plazos.
La tristeza no avisa por teléfono, ni siquiera llama al timbre antes de entrar, te coge con el traje o el pijama, te coge acompañado y entonces hay que huir, te coge solo, entonces... ¿a quién llamas?
Es imposible verle la cara a la tristeza. Huele a cerrado. Es áspera su voz. Besa como lo haría un muñeco de cera. Cuando llega su hora se levanta, se va como llegó pues la tristeza se llama sinsentido.
NO SE TRATA DE UN JUEGO
No se trata de un juego. Estoy perdido en anónimas calles de una ciudad desconocida. Voy buscando a un hombre que huye tras mis pasos, su voz, su gesto grave, su silueta confundiéndose, lejos, entre la multitud.
Sé que lo acosaré con la mirada, sé que se ocultará a mis tristes ojos, que dejará un reguero de piezas inconexas, una casa en el campo, la sombra de una encina, la risa de su madre al despertarle un domingo, las chicas, confidencias al calor de la hoguera, el corazón como el pájaro herido que vacila: sonrisas que ya no, gestos de viento disipándose al tacto como estrellas fugaces.
Alzo la mano. Estoy a punto de tocarle tan despacio, tan cortina de niebla estremecida, tan infinitamente cerca, aquí, debajo de mi voz, en el espacio que media entre la espada y la pared.
Al descubrir su cara lo comprendo. Yo soy mi cazador, yo soy la presa; yo soy quien me sonríe en la penumbra. Nos separa un papel y sin embargo no podré cruzar nunca ese desierto.
Así suena la voz cuando se vuelca en tinta. Así las diminutas raíces en secreto, el rugido del claxon y las enredaderas, las casas a lo lejos, la piel a la intemperie, la serpiente de luz que abraza las esquinas, el pentagrama en blanco donde aguarda el amor.
En la página quedan, tierra de nadie, paso fronterizo entre los calendarios, las normas, la razón, sus redes invisibles, y la dulce acrobacia del deseo.
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